“Las murallas de piedra de la ciudad no se construyeron con la sangre de los esclavos, sus huesos molidos, barro y agua; se construyeron con argamasa, por eso son tan resistentes”
Es un viernes cualquiera. La ciudad abaluartada es víctima de un matrimonio en la catedral, que probablemente no dure, de algún famoso o señora de la alta sociedad colombiana. El amor y el interés se fueron un día al campo, dicen que dice el refrán.
Cartagena de Indias, la heroica, se ha convertido en el sitio más codiciado para celebrar una boda con 200 invitados. No sólo porque la ciudad es hermosa (lo es) y la catedral o la iglesia del santo de los esclavos, San Pedro Claver (una edificación colonial ostentosa) no sea magnífica. Ni porque ese olor a piedra, humedad y salitre tan propio del lugar te atrape. O el calor ingente que asfixia el interior de la casco antiguo protegido por las murallas y sus veintitantos baluartes. O la comida. O el jugo de corozo recién hecho con más hielo que ganas de existir. O las playas de Barú. O porque las fotos vayan a quedar increíbles, a medida que el sol se ponga sobre la bahía de Bocagrande. O que el juego de luces celestial sea único en el Caribe.
No, nada de eso. Si eres una persona de bien y no te casas en Cartagena ¿Realmente te casaste? No lo sé. Es costoso. Y los planificadores de boda, vistiendo su mejor traje de lobo feroz, hacen su agosto todos los fines de semana con una boda distinta, mujeres hermosas, radiantes; con su traje de diseñador de 2000 dólares, con el borde de la falda sucia por la arena. Tipos que pareciera que fueron arrastrados al altar, a veces con cara de aburridos, viendo las mujeres locales, sencillas, voluptuosas, en su negritud avasallante, mientras bailan al ritmo de la música y su mirada se pierde entre las caderas anchas de las nativas.
Lucho enfoca su cámara. Y toma la nonagésima foto de los novios, sólo en esa esquina de la muralla, cerca del museo naval, quien dijimos radiante y espectacular. Maquillada profesionalmente. Jamás se había visto tan linda y feliz (según su madre, su madrina, su hermana y su cohorte de aduladoras).
Su visor de la cámara ve algo distinto. Toma la foto. Le confirma el familiar sonido del obturador. Mira la pantalla LCD brillante al atardecer y sólo están la novia, el novio, las palmeras, la bahía, las olas y las nubes doradas que los acompañan. Mira el monitor de su portátil donde las fotos son transmitidas como respaldo y enviadas a la nube, sólo por si acaso; más de una vez un ventarrón tiró todo el aparataje contra el mar, para la ira de más de una novia con tres kilos de químicos de colores a prueba de agua en el rostro.
Mientras su compañero acomodaba la pose de la siguiente foto y recalibra el luxómetro, Lucho volvió a mirar por el visor y ahí estaba. Había una niña de cabello rojo amarrado en una trenza, con un vestido turquesa, parecía haber salido de un museo, o de una pintura del siglo XVI, o de un libro de Márquez o de Caycedo, su rostro lívido lo miraba fijamente y sus manos sostenían la cola del vestido de la novia, una cola espectral sedosa que caía de sus manos y se desvanecía antes de tocar la piedra.
El fotógrafo se paralizó, no podía dejar de mirar a la niña. Esta le sonrío y se puso un dedo en los labios haciendo el gesto de silencio. Se echó a reír pícaramente, soltó la cola y haló el velo de la novia. Una ráfaga de aire frío atravesó el baluarte y los tumbó a ambos: novia de vestido largo, blanco por ahora y novio de traje gris impecable, sobre las piedras duras y punzantes de la muralla.
Se escuchó un respingo en toda la comitiva mientras iban a socorrer a la novia que aullaba de la vergüenza de su desgracia. El novio reía y comentaba que esto sería la mejor anécdota de su boda (nada que comentar del momento que vio a la novia caminar al altar del brazo de su padre, o de que ella era la mujer más linda que había visto en su vida, no. Se le cayó la mujer, comedia absoluta).
La niña fantasmal del traje turquesa corrió muralla abajo, muerta de risa, muda, traviesa e inocente, se perdió de vista al atravesar las paredes del Hotel Santa Clara, que antes habría sido un convento, y luego un hospital, donde, dicen las malas lenguas y la mía en la mitad, que los distintos fantasmas todavía atormentaban los pasillos del edificio. Atormentar suena un poco duro para una niña de 10 años que tropezó una novia famosa en las murallas de Cartagena.
Digamos más bien que hacen travesuras 400 años después. La novia se levantó, se sacudió el vestido y se recompuso con su mejor cara de novia con plata que quiere fotografías del momento más importante de su vida (o el primero de ellos) mientras el sol termina de ocultarse tragado por el mar.
Lucho tomó más de 1500 fotos aquella noche. Un océano de rostros bailaban en su monitor, un par de días después, mientras las organizaba para poder armar el álbum para enviarlo a la novia.
Elegía las mejores, las retocaba un poco para borrar el sudor abrasador de la ciudad. Y ahí estaban. Las niñas de los vestidos turquesa, rosados, amarillos. Esas niñas fantasmales, transparentes, apenas perceptibles en la mayoría de las fotos. Siempre en una esquina, o corriendo entre las mesas. Más que sorprendente era divertido ver aquel ejército de ultratumba divertirse más que los asistentes.
Lucho tomó su cámara. No necesitaba más. Y una tarde cualquiera fue a hablar con el párroco. Alguien tenía que saber de esos fantasmas. O al menos, empezar a investigar el misterio de los fantasmas de la novia.